Ayotzinapa “estuvo a punto de desaparecer”
Dos visiones chocan sobre el pasado y presente de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, tras 10 años de la desaparición de los 43 estudiantes. Unos la ven como símbolo de lucha, otros como desproporcionadamente politizada.
Un bullicio festivo se escucha dentro de la normal de Ayotzinapa. Los vítores se oyen hasta el portón principal donde un estudiante pregunta a todo el que quiere entrar a dónde se dirige. Son los egresados de la generación 90-94 que se reunieron para recibir reconocimientos por 30 años de servicio. Por las porras para cada uno de los tres grupos pareciera que recién se gradúan. Algunos hasta se hicieron acompañar por sus esposas e hijos y al finalizar se tomaron fotos con ellos y sus diplomas.
Las paredes del vestíbulo que comunica con la explanada y a las gradas que dan acceso al área de la escuela en sí: salones de clases, dormitorios, comedor, canchas deportivas, están cubiertas con las placas con los nombres de los integrantes de muchas de las generaciones que han pasado por la escuela. Ni son todas ni las pone la dirección. No cabría el total de las generaciones que han estudiado aquí en los cien años que está por cumplir en 2026. Las colocan los mismos egresados como una forma de preservar su recuerdo en estas paredes.
Más allá de las placas conmemorativas, desde que se fundó Ayotzinapa en 1926 en lo que era una hacienda en Tixtla, en el centro de Guerrero, estas paredes acumulan historia. No sólo porque aquí estudió Lucio Cabañas Barrientos, el maestro rural que desde 1967 y hasta que cayó en combate en 1974 encabezó la guerrilla del Partido de los Pobres en la sierra de Atoyac; además, porque esa generación —donde estuvo también Félix Bautista Matías, Serafín Núñez Ramos y Arturo Miranda—, formó parte de la conquista de la autonomía universitaria y la caída del gobernador Raúl Caballero Aburto, acusado de la masacre estudiantil de los 60 en Chilpancingo.
En su libro El otro rostro de la guerrilla, Arturo Miranda, hoy un hombre de 85 años, doctor en ciencias de la educación, escribe sobre la normal: “a lo largo de su historia, la normal de Ayotzinapa se ha distinguido por haber sido semillero de luchadores sociales. En la lucha por la repartición de tierras y la conformación del ejido ahí estuvieron los maestros rurales en primera fila. (…) La llamada “educación socialista” de (Lázaro) Cárdenas, sin las normales rurales, hubiera sido apenas un propósito romántico”.
Este día, aquí, en la normal, la generación 90-94 trajo una corona de flores para el profesor Raúl Isidro Burgos, cuyo nombre lleva la escuela, antes del acto que fue más bien sencillo. Una mesa larga con un mantel. El director, el subdirector, un maestro de ceremonias y los profesores egresados que fueron saliendo uno a uno conforme los nombraban de bajo de la sombra de los árboles donde se cubrieron del sol de las 12:00 del día. Fue más como una excusa para reunirse y recordar cuando estudiaron aquí.
Y aunque desde hace 10 años Ayotzinapa carga con la desaparición de 43 estudiantes no hubo mayor mención del tema. Como si los exalumnos hubieran regresado a los 90 donde nada del 26 de septiembre había ocurrido. Tampoco cantan el himno de la escuela, que se parece a la Internacional Socialista, ni echan ningún tipo de arengas alusivas. Y como las instalaciones poco han cambiado desde entonces, pareciera que no han pasado 34 años desde que llegaron aquí por primera vez.
Afuera, bajo un cobertizo de lámina, un grupo de diez chicos de nuevo ingreso come pollo rostizado con tortillas de máquina, salsa y chiles en vinagre. Trae consigo mochilas, palas y rastrillos para la semana de iniciación que comienza este día. Es lunes 22 de julio. Muchos otros ya están adentro y ellos esperan autorización para pasar. Son 165 alumnos de nuevo ingreso. Se trata de una especie de novatada que se guarda con mucho celo porque no se deja entrar a nadie ajeno a la escuela.
El director, un hombrecillo nervioso de nombre Tomás Vargas Conchero que sale y entra de su oficina y se disculpa cada que habla, comenta que estos diez años desde la desaparición de los 43 estudiantes han sido “complicados”. No dice del todo porqué. Habla con monosílabos y desde que el reportero se presentó se le notó incómodo. Luego explica que tienen que buscar “armonizar” las actividades académicas con las actividades políticas de los estudiantes. Lo dice con cuidado, como pensando cada palabra. No es para menos. El último director, Víctor Gerardo Díaz, fue expulsado por el comité estudiantil. No es viejo, unos 40. Y es egresado también de esta normal.
Las relaciones entre el comité estudiantil y los profesores y directivos de Ayotzinapa no son del todo buenas. Nunca lo han sido. Los estudiantes se manejan de manera independiente en sus actividades extracurriculares. Cuando los alumnos de primer grado fueron aquel 26 de septiembre a Iguala en busca de autobuses para la manifestación del 2 de octubre en la Ciudad de México fueron a instancias del comité estudiantil. El director de ese entonces, el fallecido José Luis Hernández Rivera, lo explicó de ese modo.
Así que cuando se le pregunta si se pueden tomar algunas fotos dice que sí, siempre y cuando sea sólo de la explanada. No más allá porque los chicos están en el curso de iniciación y nadie puede entrar. No se sabe bien a bien qué pasa esos días. Se ha dicho que los rapan, que hacen labores del campo, que limpian las porquerizas, que lavan los baños de los de cuarto año, que los bañan a las seis de la mañana con agua fría.
El subdirector está más relajado. Llega cuando es llamado por el director para que proporcione unos datos duros. Pero Gregorio Salgado Cortés, un hombre de más años y menos formal hasta en su vestimenta, se queda un poco más. Dice que ellos no injieren, “no buscan injerir”, en las cuestiones políticas de los estudiantes, sino sólo en lo académico. Es un poco lo que dijo el director, sólo que con más palabras. Y va más allá: dice que no todo lo que se dice en la “prensa amarillista” sobre la normal es cierto. Se refiere a las coberturas que se le da a las tomas de edificios. Como el reciente incendio provocado por los alumnos en el palacio de gobierno en Chilpancingo en abril pasado. A un mes del asesinato de su compañero Kothan Gómez Peralta por disparos de un policía del estado.
En particular los profesores de la normal cuidan no opinar sobre el comportamiento de los estudiantes. El director, por ejemplo, nunca contestó los mensajes ni las llamadas cuando se le buscó para una entrevista sobre estos diez años de los desaparecidos, y no fue sino hasta que se le vio en la escuela cuando habló algo del tema. Un profesor que aceptó hablar a condición de no citar su nombre por miedo a una represalia recuerda cuando los estudiantes raparon a dos profesores por una pugna entre directivos.
Fue en mayo de 2019. Dice que por ese motivo los profesores y administrativos resolvieron no asistir a la escuela para pedir respeto a los alumnos. Tuvo que intervenir la Secretaría de Educación para destrabar el conflicto que tampoco duró más de una semana. Fue un antecedente, dice el profesor entrevistado en un café de Chilpancingo. En 2022 otro grupo de alumnos encerró a un maestro por tres horas para obligarlo a ponerles una calificación más alta.
Eso ha complicado las relaciones entre alumnos y maestros. “Pero ha complicado más la labor de los maestros”, dice el profesor. “Estamos atados de manos, sin libertad para hacer más. La única ley es la ley de los estudiantes”, y tampoco es que se dejen ayudar, dice. Y no está hablando de temas políticos o sociales. Se refiere al nivel de preparación con el que salen porque le dan mucha más importancia a la formación política. Para eso tienen algo que ellos llaman COPI (Comité de Orientación Política e Ideológica).
El 12 de diciembre de 2011 los alumnos de Ayotzinapa Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús fueron asesinados durante un bloqueo que hicieron con sus compañeros en la carretera federal Chilpancingo-Acapulco, en un punto que se le conoce como Parador del Marqués. Cerca del lugar hay dos gasolineras. Los normalistas demandaban al entonces gobernador Ángel Aguirre Rivero, entre otras cosas, ampliar la matrícula de nuevo ingreso que en ese entonces era de 120.
El bloqueo había tardado varias horas y la Policía Federal intentó desalojarlos. Hubo jaloneos y los estudiantes lanzaron algunas molotov. Una de ellas cayó en una máquina expendedora que explotó. Un trabajador de la gasolinera —que murió a los pocos días— resultó herido por quemaduras al intentar apagar el fuego. Entonces policías ministeriales intervinieron y dispararon contra los estudiantes. Alexis y Gabriel murieron por las balas. Federales y Ministeriales se culparon. Salvo la renuncia del procurador de entonces, Alberto López Rosas, nunca se castigó a nadie por ambos asesinatos.
En cambio, una marcha organizada por el PRD colmó las calles de la capital para respaldar a Aguirre y demandar el cierre de la normal. Los ministeriales intentaron inculpar a los estudiantes con la excusa que ellos también habían disparado y hasta peritos sembraron cascajos de AK-47 en la posición contraria donde estaba los agentes para simularlo. Un grupo de reporteros se percató de eso y al verse descubiertos los peritos levantaron los casquillos.
Este es el antecedente de los que ocurrió la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala. Tres años después y con el mismo gobernador en el cargo. Vidulfo Rosales Sierra, abogado del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, considera que lo ocurrido el 12 de diciembre de 2011 fue un mensaje de impunidad. Se vio que se podía hacer cualquier cosa. Matar a los muchachos, incriminarlos, criminalizarlos, y no habría repercusiones legales para nadie.
Por eso desaparecieron a los estudiantes, dice. Sólo que no se contó con la repercusión incontenible que tendría en el mundo. “Ahora —dice a pregunta sobre la evolución de la normal—, Ayotzinapa se ha convertido en un símbolo. Los estudiantes han sido clave para la demanda de justicia, búsqueda y aparición de los 43. Sin ellos, quizá, los padres no tuvieran la fortaleza para seguir con su reclamo. A pesar de las generaciones que han egresado en estos diez años, los muchachos están muy comprometidos con las madres y padres, y el dolor y la exigencia se mantienen vivos”.
“En los últimos plantones de reclamo, que han sido de mucha confrontación las últimas veces con este gobierno, ha sido la normal rural la que ha sostenido el movimiento. Sin la normal no sería posible, incluso en el plano organizativo”, dice desde Tlapa, donde está la sede de Tlachinollan.
—¿Notó confrontaciones internas por lo ocurrido en Iguala?
—Al principio hubo desavenencias. Había, de parte de los padres, cierta idea de querer culpar al comité de ese entonces. Eso estaba provocando fracturas entre ellos. Hubo muchas tensiones entre los años 2015 y 2016. Por fortuna se superó y se unieron en un solo reclamo.
—Sobre todo porque la generación a la que pertenecían los desaparecidos ya egresó.
—Así es. Pero pese a eso. La demanda se mantiene viva.
Desde ese tiempo, Vidulfo también acompaña a los padres en el litigio que tienen contra el Estado por la aparición de los estudiantes. Aunque tampoco ha sido tan fácil transitar por estos diez años, dice. “La normal se cimbró. Fue un punto de quiebre. En los primeros años después de la desaparición estuvo a punto de desaparecer. En 2015 no hubo muchos alumnos de nuevo ingreso por el temor que generó todo eso y se temió que si no se lograba la matrícula se iba a tener que cerrar”.
—¿Cómo ha evolucionado la normal, el movimiento de ese tiempo a la fecha?
—Todo eso se superó. Ahora la normal de Ayotzinapa se ha convertido en un símbolo en el país y en el mundo. Cuando se habla de Ayotzinapa se habla de agravios, de desaparecidos. Pero también de esperanza y de rebeldía. De cuestionar y enfrentar al poderoso. Es una muestra al mundo de cómo la juventud no se calla ni se agacha pese al dolor y al miedo que pretenden infundirle. Ayotzinapa es un símbolo de rebeldía y de dignidad. En cualquier otra escuela ya se hubiera olvidado una situación así. En Ayotzinapa hay una formación de tipo política, ideológica y de conciencia crítica que mantiene vivo el reclamo de justicia.
Humberto Santos Bautista, doctor en pedagogía y profesor investigador de la Universidad Pedagógica Nacional, no está muy seguro de eso. Dice que en todo caso Ayotzinapa debería destacar por su desempeño académico, porque es una escuela, no una institución de formación política, y es de la idea que el COPI es más bien un lastre que una fortaleza. Y que por eso debería superarse. Lo dice con conocimiento de causa. Humberto, un hombre que pasa los 60 años fue, en 2012, cuando recién ocurrió el asesinato de Alexis y Gabriel, director invitado en Ayotzinapa.
Fue convocado por una comisión de egresados eméritos, entre ellos su colega, el doctor Arturo Miranda, recuerda en entrevista en un café de una calle de Chilpancingo con tal ruido de tráfico que obliga a casi gritar. Él dijo que sí, dice o grita, pero que sólo sería para sacar el semestre. Por los acontecimientos, los estudiantes habían dejado de asistir a clases y podrían perderlo. Hicieron un plan para salvar el semestre. Al cabo de los meses ofreció un cambio de plan de estudios. Convertir la escuela en facultad para ofertarles maestría y doctorado. Hubo tantas resistencias que se convenció que sería difícil llevar a cabo su proyecto. Cumplido el semestre dejó el cargo.
A la distancia dice que vio de todo lo que se carece en la normal. La falta de disciplina escolar. El poco interés para el deporte, los talleres o las actividades culturales. El poco interés que se muestra para los temas educativos y de cómo la política se pondera de manera desproporcionada en una formación que al fin y al cabo los maestros graduados y dando clases de nivel primaria lo usarán poco o nada en su práctica profesional.