¿Puede el deporte hacernos más listos? Una polémica científica explora la relación entre cuerpo y mente

¿Puede el deporte hacernos más listos? Una polémica científica explora la relación entre cuerpo y mente

Los científicos tratan de dilucidar si el ejercicio físico afecta positivamente a las funciones cognitivas
Hasta hace dos años, existía consenso en cuanto a las bondades del deporte sobre la cognición. En particular, sobre sus funciones ejecutivas, que nos permiten planificar, resolver problemas, organizar tareas o adaptarnos a nuevas situaciones. Una batería de estudios había supuestamente refrendado los beneficios inmediatos —esa claridad que aparece tras trotar por el parque o una sesión de crossfit— y también a largo plazo, con efectos acumulativos y duraderos. Aunque los menores y las personas mayores eran los principales agraciados, todos los tramos de edad podían, al parecer, volverse más listos —o al menos cognitivamente más eficaces— si ponían sus cuerpos en marcha.

Un metaanálisis de 2020 encabezado por el investigador suizo Sebastian Ludyga y publicado en la revista Nature sintetizó una certeza que casi nadie discutía. Hasta la Organización Mundial de la Salud se había hecho eco —en una guía lanzada ese mismo año— de esta robusta relación causa-efecto. Sin apenas voces discordantes, la literatura más relevante había sentenciado que el deporte no es solo excelente para la salud, sino que nos ayuda a obtener mejores notas, tomar decisiones más acertadas o rendir con solvencia en el trabajo.

Algo cambió en 2023, cuando el español Luis Ciria y otros autores sacaron a la luz (también en Nature) una revisión de 24 metaanálisis sobre el asunto. Sus conclusiones fueron demoledoras: con la evidencia en la mano, no se podía aseverar que el ejercicio per se tuviera un impacto notorio sobre la cognición. “Vimos que los resultados no eran sólidos, que el supuesto efecto beneficioso estaba cogido con pinzas”, asegura Ciria por videoconferencia.

Al bombazo siguió una respuesta firmada por 21 investigadores de todo el mundo —entre ellos, el propio Ludyga o el francés Boris Cheval— que habían diseccionado las dinámicas deporte-cognición. Esto dio, a su vez, lugar a una contrarréplica de Ciria y algunos de los expertos que habían participado en el estudio de la discordia. Ambos escritos aparecieron el pasado 2024 en Nature, que se prestó a publicar los argumentos de los dos bandos enfrentados, contribuyendo así a crear una polémica científica al más alto nivel. Como casi siempre en estos casos, todo se reduce a sesudas disquisiciones de corte metodológico.

El núcleo de la controversia se encuentra en los criterios de selección de los estudios válidos (o no) para extraer conclusiones firmes. Para unos, resultaba esencial separar el grano de la paja antes de proclamar a los cuatro vientos que el deporte también contribuye a poner a tono nuestro intelecto. Para otros, el listón utilizado en la revisión de 2023 se sitúa tan alto que adolece de un exceso de pulcritud.

Según Ciria, solo han de pasar el filtro los ensayos controlados aleatorizados (RCT, por sus siglas en inglés), “los mejor hechos”, sostiene. Al eliminar al máximo el riesgo de sesgo, los RCT son la manera más fiable de establecer relaciones de causalidad. Más aún, la revisión de 2023 también excluyó cualquier tipo de actividad que requiera una cierta exigencia cognitiva (deportes de equipo, artes marciales…). La premisa es clara: si queremos observar el efecto del ejercicio sobre la cognición, hemos de abstraerlo en la medida de lo posible de su componente mental, no vaya a ser que este contamine el resultado al mezclar churras con merinas. “Es muy difícil aislar la parte estrictamente física”, admite Ciria, aunque añade que, si aspiramos a hacer buena ciencia en este campo, no queda otra.

¿Qué ejercicio es solo ejercicio?

El problema, opinan Ludyga y Cheval en sendas entrevistas, es que para Ciria y sus colaboradores casi ningún ejercicio se antoja, en palabras de Ludyga “lo suficientemente puro en sus restrictivos criterios de exclusión”. Cheval recalca que las actividades físicas que “más mejoran las funciones ejecutivas son aquellas que incluyen la toma de decisiones”. Y Ludyga insiste en que “cualquier ejercicio tiene beneficios, aunque el impacto más significativo se produce con aquellos que implican coordinación”. Esto en el largo plazo, puesto que si uno quiere aclarar la mente ya mismo, prosigue Ludyga, cuanto menos active el cerebro, mejor. “Pensemos en cuando el nivel de atención y concentración de los alumnos decae y se les pone a hacer ejercicios aeróbicos. Si estos no requieren el uso de funciones cognitivas, perfecto, porque ellas son precisamente lo que estás tratando de restaurar”.

Cheval y Ludyga reconocen la imposibilidad de desligar lo físico de lo cognitivo al tirar a canasta en un partido de baloncesto o ejecutar una certera patada de kárate. Incluso al levantar pesas o echar una carrera, resulta obvio que el cerebro no queda suspendido en el limbo, ya que lo necesitamos para activar habilidades motrices. Ambos autores añaden que aún queda mucho por saber y que las “relaciones cuerpo/mente son especialmente complejas, puesto que en ellas entran en juego muchos factores”, subraya Ludyga.

¿Es legítimo tener en cuenta actividades que no sean prácticamente mecánicas? ¿Han de cribarse estudios que no se basen en los RCT? Mientras se resuelven las dudas, los defensores del deporte con vistas a un mayor rendimiento intelectivo tienen otro as en la manga. Se trata de los mecanismos neurobiológicos que operan durante el ejercicio y que podrían explicar en parte las mejoras cognitivas que, aducen, siguen a su práctica regular. Los resultados más prometedores señalan al factor neurotrófico derivado del cerebro (BDNF, por sus siglas en inglés), una proteína que aumenta acorde con la intensidad de la actividad y atesora propiedades neuroprotectoras. En una revisión de 2023 sus autores concluyeron que la BDNF podría desempeñar un papel importante en la memoria y los procesos de aprendizaje.

Cheval afirma que también “existen buenos indicios de cambios estructurales (mayor conectividad en determinadas áreas del cerebro) y funcionales (incremento de la actividad neurovascular)” producidos a consecuencia de la práctica deportiva sostenida en el tiempo. Para Ciria, son meras especulaciones con escaso sustento. “Nuestra hipótesis es que el ejercicio físico es cognitivamente beneficioso, pero no por la actividad física en sí, sino por todo lo que está asociado a ella: la parte social y relacional, el contacto con la naturaleza, que vayas a dormir y comer mejor, etc.”, considera.

Al tiempo que continúa el debate, el aluvión de estudios no para de crecer. El pasado diciembre, Javier S. Morales, investigador de la Universidad de Cádiz, publicó en Pediatrics un nuevo metaanálisis, centrado esta vez en niños y adolescentes. Su conclusión traspasa los límites de las funciones cognitivas para abrazar a la propia inteligencia, entendida en su sentido más empirista: el cociente intelectual (CI). “Entre los seis y los 14 años, vimos que los programas de entrenamiento físico mejoraban, de media, el CI en cuatro puntos, una subida que equivale a un curso escolar”, afirma Morales, quien también participó en otra revisión sobre los efectos en la primera infancia aparecida hace menos de un año en Sports Medicine. En este caso, explica, se observaron “mejoras sustanciales en la memoria de trabajo y la flexibilidad cognitiva”. Morales y Cheval abogan por potenciar el deporte en la escuela, no tanto para crear hábitos saludables, sino como una apuesta de bajo coste hacia un aprendizaje más ágil.

Noticias Relacionadas